Alta Gracia

Hartos de la llovizna, decidimos aprovechar el domingo para ir a un lugar en el que no importara mucho el tema lluvia. Así nos decidimos a conocer la ciudad de Alta Gracia, que queda a unos 50 km de Villa General Belgrano. El camino es muy bonito, sobre todo la parte después del Dique Los Molinos, con muchos árboles, paredes montañosas y lindos paisajes.
Lo único que sabía de Alta Gracia era que había un Museo del Ché. Cómo lo sé, no tengo ni la menor idea. Pero mejor no indagar mucho en el tema, porque este detalle mi hizo acordar mucho a un amor adolescente (no correspondido) que tenía devoción casi religiosa por el Ché. Pero dejémoslo ahí y sigamos con el relato.
Gracias a la magia del GPS, caimos directamente en el centro neurálgico de la ciudad, en donde se encontraba la antigua estancia jesuítica Alta Gracia, primer asentamiento del lugar que le dio enorme empuje a la zona y la convirtió en una de las ciudades más importantes de la provincia.
Después de pasar a buscar info en la Torre del Reloj (que funciona como oficina de turismo), fuimos a visitar la iglesia y después entramos en la estancia, construida en el siglo XVIII y declarada patrimonio histórico de la humanidad hace unos años.
Muy buen paseo, el lugar está muy bien conservado y es un testimonio muy grosso de cómo eran este tipo de estancias en los albores del país. El lugar fue residencia del Virrey Liniers y conserva parte del mobiliario original y muchas de sus dependencias recreadas con detalles muy precisos. También hay un ala dedicada a las imágenes religiosas y algunos recovecos lindos para sacarse fotos.





Terminada la visita, nos dirigimos a la calle principal a buscar algún lugar para comer, pero la misión fue imposible. Domingo a las tres de la tarde está todo cerrado. Bueno, casi todo, porque después de caminar y caminar entramos a un restó de la esquina de la estancia jesuítica que al principio no nos gustó del todo pero que resultó una grata sorpresa. ¡Comimos los mejores ravioles EVER! Y no nos mataron con el precio. A esa altura el clima ya había cambiado y de lalloviznita molesta que teníamos cuando entramos a la iglesia pasamos a un calor húmedo y sofocante.
Pero no nos podíamos ir sin visitar el Museo Casa del Ché. Emprendimiento que me parece muy bueno (la comuna compró la casa para hacerla un museo) pero un poco pobre, porque son casi todas fotografías. Y más allá de recorrer el lugar donde el Ché pasó su infancia, el lugar no tiene mayor atractivo. Por cinco pesos (lo mismo que sale la entrada al museo de la Estancia), nos pareció una garcha. Además, tiene unos sensores ridículos que si uno se acerca mucho a las soguitas que separan el área de recorrido de las zonas "no permitidas" que son re buchones. ¡Como si hubiera algo importante para robarse!
Después partimos con Papá Oso a buscar algún lugar en el que refrescarnos y aprovechar el primer calor interesante de nuestra estadía. No sin antes pispear la zona "top" de la ciudad. ¡Qué casas y cuánto buen gusto arquitectónico! Hay mucho Art Noveau, que nos vuelve locos.
Terminamos en Villa Los Aromos, un balneario bien de pueblo con algunas playitas para chapotear.

El lugar lindo, aunque la arena un poco gruesa (yo fui sin mis havaianas y lo padecí). Y para los lugareños resultamos criaturas de lo más exóticas porque notamos miradas de curiosidad a troche y moche. Nota mental: vestirse de forma poco llamativa y/o más ordinaria para mimetizarse con el entorno. By the way: Había unos cuántos papis morruditos que hubieran enamorado a varios de mis amigos más cercanos.

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